Por Luis Miguel Guerrero
En los orígenes del fútbol americano, la protección era mínima y la seguridad de los jugadores quedaba en segundo plano. Debido a sus orígenes en el rugby, la protección era mal vista entre los practicantes de este deporte.
A finales del siglo XIX y principios del XX, los jugadores utilizaban cascos de cuero blando, cuya función principal era evitar cortes y golpes superficiales en la cabeza, pero dejaban completamente expuesto el rostro.
Los cascos de cuero fueron el estándar durante varias décadas, y estos no incluían ningún tipo de protección facial. Como consecuencia, eran frecuentes las fracturas de nariz, mandíbula, lesiones dentales y cortes profundos en la cara. Con el aumento de la velocidad y la violencia del juego, se volvió evidente la necesidad de una mayor protección.
La mascarilla de protección (face mask) comenzó a aparecer de manera experimental en la década de 1930, cuando algunos jugadores adaptaron barras metálicas o plásticos rígidos a sus cascos para protegerse de lesiones faciales. Sin embargo, su uso no fue inmediato ni uniforme, ya que muchos consideraban que limitaba la visión o restaba dureza al jugador.
El cambio definitivo llegó en la década de 1950, cuando la NFL permitió oficialmente el uso de mascarillas faciales y, poco a poco, estas se volvieron obligatorias. Al mismo tiempo, los cascos evolucionaron del cuero a materiales más resistentes como el plástico duro, lo que facilitó la integración de la protección facial y mejoró significativamente la seguridad.
Con el paso del tiempo, las mascarillas se diversificaron en distintos diseños, adaptados a cada posición, convirtiéndose en un elemento indispensable del equipo, y hoy en día, resulta impensable el fútbol americano sin ellas,
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